San Diego, última parada, todo el mundo sale… a la calle. En California, estado firmemente anclado en el bando democrático, la resistencia a la política migratoria de Donald Trump está bien estructurada. En el horizonte, para los activistas estadounidenses y mexicanos, hay una convergencia de luchas.
“Yo vivía en una burbuja perfecta, una vida feliz, hasta que Donald Trump fue elegido. Me sentía aceptada y en casa en este país. En la pantalla de mi televisor, viéndolo dar su discurso, sentí como si me hubieran electrocutado: es real, está ocurriendo, fue elegido, dio su discurso, ya está. De cierta manera me hizo un favor. No pensé que podría volverme una activista hasta que él llegó al poder”, exclama Marely Ramírez, una mexicana nacionalizada como estadounidense que vive desde hace 30 años en California.
Tras el discurso de Donald Trump, esta ingeniera informática decidió comprar un megáfono y unirse a los movimientos críticos a la política del presidente número 45 de Estados Unidos. Así, se incorporó a las filas de los Indivisibles de San Diego, a la Otay Mesa Detention Resistance y al grupo Families Belong Together. Su carisma natural la llevó a hacer parte de las comitivas que encabezan múltiples manifestaciones feministas, hispanas y comunitarias que se oponen desde hace más de dos años a la política llevada a cabo por la Administración Trump.
“Creo que es muy fácil ser pasivo en la política mientras que el contexto directo de uno no esté involucrado. Uno confía en que su gobierno y los políticos hagan lo que deberían hacer. Pero cuando uno se da cuenta que se están cometiendo injusticias, se siente la necesidad de involucrarse de alguna manera”, explica, con muchos gestos, en un café popular en el centro de San Diego.
El número de voluntarios involucrados se dispara
Enrique Morones, el presidente de los Border Angels (Ángeles de la Frontera) también se dio cuenta de esta tendencia a involucrarse. “Antes de Donald Trump, cuando hacíamos abastecimiento de agua en el desierto, llegaban 30 o 40 voluntarios. En noviembre de 2016 llegaron 500. Eran demasiados. Podía llegar a ser peligroso ser tantos en el desierto. Nos vimos obligados a limitarnos a 100”, explica el antiguo director de marketing del equipo de Baseball de San Diego.
“Desde que Donald Trump fue elegido, estamos mucho más ocupados”, resume. “Esto ha motivado a las personas que están en su contra. Women’s March, Science March, Black Lives Matter, March For Our Lives… Todas estas asociaciones se involucran a causa de Trump”, explica este veterano del activismo en el extremo sur de California.
Un entusiasmo que no sorprende mucho en el Golden State, mayoritariamente demócrata, progresista y donde la población hispana (38.9%) es superior a la población blanca no-hispana (37.7%). Durante las elecciones de medio término en noviembre pasado, los demócratas incluso lograron obtener los seis curules del condado Orange, bastión histórico de los republicanos, basando su campaña en una retórica anti-Trump. Entre más cerca están de la frontera, los californianos, considerados como “comedores de tofu con pelo pintado”, por el tejano Ted Cruz, más se oponen a Donald Trump.
“Construir un movimiento, no un muro”
En la región, la política migratoria del residente de la Casa Blanca es la que cristaliza el descontento. Pues si hay algo que Donald Trump ha logrado confederar en California es la unión contra la ICE (Immigration and Customs Enforcement), agencia de policía migratoria de Estados Unidos.
El 10 de noviembre pasado, mientras el sol se pone sobre el sector financiero de San Diego y las luces artificiales de las oficinas lo relevan, un largo cortejo de médicos y enfermeras se dirige hacia la alta torre de la ICE. Alrededor de cincuenta camisetas blancas llegan a unirse a una veintena de militantes por los derechos humanos sobre el rectángulo de césped sintético que bordea el edificio federal. Estos miembros del PNHP (entidad de médicos que militan por un sistema de salud más equitativo) son principalmente jóvenes. Alzan pancartas anti-Trump y anti-ICE. Las referencias a los discursos y a la política del actual presidente llueven a cántaros. “Making America Health Again”, “Unite against ICE”, “Build a movement, not a wall”, entonan al unísono.
Esta noche es la doctora Julie Sierra, de unos cincuenta años, quien toma la palabra en representación del PNHP: “Es nuestro deber estar aquí, somos uno de los países más ricos del mundo, pero… ¿no podemos ofrecerle un seguro médico a todo el mundo? No lo creo. A unos doce kilómetros de aquí está San Ysidro, el puente fronterizo más transitado del mundo. Ahí hay cientos de personas pidiendo asilo que viven en condiciones horribles, no podemos aceptar esto. Ellos también tienen derecho a recibir cuidados físicos y mentales. Lo que tenemos ante nuestros ojos es una crisis de la salud pública. Debemos hacernos oír”.
Un seguro médico para todos teniendo en cuenta el estado de salud de los solicitantes de asilo e indocumentados estaría al alcance de la mano. Es entonces bastante natural que Milad Tarabi tome la palabra. Es uno de los “dreamers”, estos niños indocumentados que vivieron toda su vida en Estados Unidos y a los cuales Barack Obama les concedió un estatus que les permite quedarse en el territorio estadounidense. “Hoy en día, cuando se es inmigrante, hay que escoger entre estar sano o estar libre”, exclama, con un encendido discurso.
Este militante de la asociación Border Dreamers cuenta la historia de una niña pequeña de 10 años, indocumentada, que tuvo que ser llevada al hospital en una ambulancia. Luego de un control de rutina en un puesto de control de la policía de frontera, unos agentes de la ICE siguieron el vehículo. La pequeña fue llevada a un centro de detención para menores apenas estuvo fuera de peligro. “Si uno está indocumentado, corre el riesgo de ser denunciado si va al hospital. Esto no puede tolerarse, no en Estados Unidos”, continúa, alegrándose por la presencia de los médicos que lo aplauden vivamente.
Hacer que se oigan las causas importantes
La representante de otro grupo de acción también toma la palabra. Se trata de Priya Bhat-Patel, recientemente elegida en el Consejo municipal en el tercer distrito de San Diego y, sobre todo, miembro de la dirección de la sección local de la Women’s March, movimiento para la defensa de los derechos de las mujeres. Monica Boyle, presidenta de la sección local, está entre el público para apoyarla.
“Women’s March es una plataforma”, resume la especialista en biotecnologías quien también marchó durante la Science’s March. “Muchas organizaciones pequeñas acuden a nosotros porque saben que tenemos una gran audiencia gracias a las marchas que hemos organizado. Les cedemos esa audiencia para que se hagan oír”.
La asociación cuenta con una centena de voluntarios regulares para organizar sus eventos y con más de 13.000 seguidores en las redes sociales. Una fuerza de impacto que la Women’s March pone a disposición de varias luchas, entre las cuales está exigir un trato humano para los solicitantes de asilo. Sin embargo, no se trata de hacer ruido sin consecuencias: “Somos muy cuidadosos con los deseos de las asociaciones. No queremos mediatizar una lucha u organizar una manifestación si será contraproducente”.
Y para tratar de ser productivos, los anti-Trump no dudan en ayudarse mutuamente. Así, para la manifestación contra la ICE, el sonido lo proveen los Indivisibles de San Diego. “Nuestro objetivo es ponerle el freno de mano al automóvil manejado por Donald Trump”, explica uno de sus miembros, John Mattes, antiguo periodista y consejero de campaña de Bernie Sanders.
“Tenemos iniciativas personales, trabajamos puerta-a-puerta, distribuimos postales para animar a la gente a votar. No somos un partido político. Pocas personas aquí tienen influencia en el Partido Demócrata. Todo lo que queremos es acabar con Trump”, continúa Michael, uno de los últimos miembros en integrarse a los Indivisibles.
Una estrategia horizontal, sin jefe ni líder que, según ellos, empieza a dar sus frutos: “En 2016, no se hablaba de seguro médico para todos, de marchas por las mujeres, del aumento salarial… Nadie quería hablar de eso, ni siquiera Hilary Clinton. Hoy en día no se habla sobre nada más. Trump puede haber ganado las elecciones de medio término pero nosotros hemos ganado la batalla ideológica”, se entusiasma el incansable John Mattes.
En la agrupación de los médicos, el último en tomar la palabra es Hugo Castro. El hombre de 46 años es también la mano derecha de Enrique Morones, en el seno de los Borders Angels, a los cuales se unió en 2009. Hoy en día, gestiona el conjunto de las actividades de la asociación en México, del otro lado de la frontera. En la tribuna, este padre de familia vocifera ante la multitud y llama a los médicos presentes para que vengan a visitar el refugio que dirige, a dos pasos del muro en Tijuana.
Tijuana, aquí empieza la lucha
En efecto, a 30 kilómetros al sur de los rascacielos de San Diego, en Baja California, la lucha por los migrantes y contra los políticos de Donald Trump se organiza también en el lado mexicano. En la ciudad costera de Tijuana convergen los militantes. El punto de encuentro es el parque de la Amistad, dividido en dos por el muro. Activistas por diversas luchas vienen para proclamar su oposición a la política de tolerancia cero del presidente americano.
Este lugar de “distensión” es la encarnación de la severidad de la política migratoria: del lado americano, el parque solo está abierto los fines de semana, dos horas al día. Durante ese tiempo, las familias separadas por el muro pueden intercambiar algunas palabras en voz baja, tocarse las manos a través de la reja, bajo la mirada atenta de los agentes de la policía de frontera. Solo una decena de personas están autorizadas a estar de manera simultánea en el parque. Una regla que cada uno respeta, por miedo a que estos encuentros efímeros se prohíban para siempre.
Es también aquí donde Enrique Chiu, artista plástico, desea con ansias pintar su inmenso mural de la fraternidad. Hace casi dos años este hombre de 37 años se propuso batir el récord del mural más largo del mundo. Para esto, dispone de soporte destacado: el muro fronterizo. Tras meses de discusiones con las autoridades estadounidenses, finalmente obtuvo la autorización para pintarlo.
Para llevar a cabo su proyecto, contó con la colectividad, aunando colegas con las asociaciones de las playas de Tijuana, con el fin de representar su lucha sobre el muro. Fue notable el caso de los veteranos del ejército estadounidense: escribieron sus nombres sobre una bandera estadounidense al revés. Estos latinos, que sirvieron al estandarte estrellado, se encontraban en situación irregular. Pero, tras su servicio, habiendo cometido delitos menores, con frecuencia ligados al alcohol y a la marihuana, fueron expulsados.
Todos los domingos, en Tijuana, unos voluntarios tienen un stand dedicado a acoger veteranos. Un símbolo fuerte. “Cuando se es un veterano del ejército estadounidense se está en todas partes: en la tierra, en la luna, ¡hasta en Marte!”, considera Héctor López, director de una asociación que apoya a los jubilados del Gran Silencio estadounidense. Espera atraer la atención sobre estos militares rechazados por el gobierno de Donald Trump y “volver a llevar a los veteranos expulsados a sus casas. Pertenecemos al país por el cual luchamos. Estuvimos dispuestos a dar nuestras vidas para proteger los derechos y las vidas de todos los ciudadanos estadounidenses”.
“No me gusta hablar mal del presidente. Después de todo es el comandante en jefe del ejército estadounidense”, dice entre dientes el antiguo militar en traje quien, a pesar de su respeto por la cadena de mando, se permite llamar a Donald Trump “Naranja”.
A unos cuantos metros del stand montado por quienes respaldan a los veteranos se celebra una misa semanal de cada lado del parque de la Amistad. Este domingo, el cura del lado mexicano une a dos migrantes hondureños. “Estamos aquí para demostrar que el amor y el amor de Dios es más fuerte que este muro”, clama el religioso ante el cerco color ocre. A su alrededor, varias decenas de transeúntes, militantes y periodistas aplauden a los recién casados cuando se besan. Cada fin de semana el parque de la Amistad y las playas de Tijuana parecen dos hormigueros llenos de movimiento.
Hacia las 5 de la tarde todo el mundo se va. Algunos cruzarán al otro lado, como cada día, como si no fuera gran cosa, para ir a trabajar o a divertirse. Como cada tarde, los militantes y los exiliados de la frontera aún tienen mucho por hacer. Desde Brownsville hasta Tijuana, cada día hay una nueva lucha. Contra Trump, pero también por los derechos de los migrantes. Otros permanecerán bloqueados del lado mexicano, condenados a entrever el sueño americano a través de las cercas erigidas por Estados Unidos.
De momento, los adolescentes se divierten escalando hasta la cima del muro con el único objetivo de desafiar la policía de frontera, atenta a todo intento de cruce.
Estos juegos de niños prácticamente hacen olvidar que, cada día, de un extremo al otro de la frontera, otros tratan desesperadamente de cruzar el Río Grande nadando, arriesgando sus vidas en el desierto de Sonora o saltando por encima de la inmensa muralla.
Prácticamente hacen olvidar que, del lado americano, todos piensan que el muro es “absurdo”. Ya sean demócratas o republicanos, todos denuncian su ineficacia. Algunos, como en Tijuana, lo utilizan como medio artístico o lúdico. Quienes en Texas están atrapados entre el muro y el Río Grande ríen forzadamente por la evocación de un “bello y gran muro”, deseado por Donald Trump. Quienes están en la frontera saben que es sencillo pasar por encima, por debajo, por el lado… que este no es más que el símbolo de una frontera fantasma. Incluso aunque todos deseen con todas sus fuerzas una frontera asegurada, no creen que el muro la garantice.
A lo largo de los 3.141 kilómetros de frontera entre Estados Unidos y México, el muro está en todas las bocas. “Muro”, “wall”, “fence”, “línea”, “frontera”…
En esta zona tan particular, el muro encarna una ruptura, una cicatriz que atraviesa los lugares antiguos, familiares y culturales. Aunque apoyen o no a Donald Trump, los habitantes de la frontera no quieren esta barrera. Es necesario entonces irse hacia el norte, alejarse de la línea de demarcación para ver cómo la idea reúne partidarios. Región fantasma, la frontera es a la vez un Eldorado imposible para los migrantes que vienen de América Central y del Sur, un repelente para los conservadores del norte y una zona porosa, de intercambio y de mezcla para quienes viven allí. Es por eso que Ed Vuillamy, escritor y periodista, decidió darle un nombre propio, que representa esta complejidad: ni completamente México, ni completamente Estados Unidos: La Améxica.